No, no llueve riqueza
Dicen por ahí que la República neoliberal murió. Que se acabó el viejo régimen, que ahora sí el pueblo manda, que ya nos llueve riqueza y que los morenos y las mujeres por fin llegaron al poder… y que todo eso lo hizo un solo hombre, casi casi por decreto. Qué conveniente.
Según esta historia, durante treinta años México fue gobernado por un pequeño grupo de ricos y sus intelectuales lambiscones, quienes diseñaron un modelo para concentrar la riqueza, mantener a los pobres en su lugar y entretener a la clase media con promesas vacías. Y de pronto, en 2018, apareció un salvador que lo desmanteló todo y construyó una nueva nación donde la justicia social es la nueva moneda de cambio. Un relato épico digno de telenovela. Solo que, como suele pasar con las telenovelas, la realidad es un poco más compleja.
Primero, eso de que el modelo neoliberal solo trajo miseria es una versión bastante recortada. Sí, hubo errores: privatizaciones mal hechas, corrupción y una desigualdad que no se corrigió como debía. Pero también se lograron cosas importantes, como controlar la inflación (esa que hacía que tu quincena se evaporara), consolidar una clase media creciente, construir instituciones autónomas y permitir, irónicamente, que un proyecto como el actual llegara al poder. Porque sin el IFE/INE, el INAI, los tribunales y la apertura política, difícilmente estaríamos hablando de alternancia. Así que, al menos un gracias estaría bien.
Y sí, el gobierno actual ha entregado apoyos a millones de personas. Nadie lo niega. Pero dar dinero no es lo mismo que resolver la pobreza. Lo primero es popular; lo segundo es complicado. En lugar de programas bien diseñados, con reglas claras y medibles, lo que se ha hecho es repartir dinero a granel, sin saber si realmente se está invirtiendo en el futuro de las personas o solo comprando lealtades a corto plazo. Ojo: regalar dinero no es lo mismo que generar bienestar. Una beca sin condiciones no saca a nadie de la pobreza estructural; solo le da un respiro.
Sobre la inclusión de mujeres y personas morenas en el poder: ¡por supuesto que es buena noticia! Pero presentar esto como un regalo de la Cuarta Transformación es francamente descarado. Las reformas de paridad de género y la presión social por mayor diversidad vienen de mucho antes. Esto no es un acto de bondad del presidente, sino una conquista de décadas de lucha feminista, activismo indígena y organización ciudadana. Y por cierto: representación no es sinónimo de transformación. Tener una presidenta mujer es histórico, sí, pero no nos garantiza un país más justo si se gobierna sin contrapesos ni transparencia.
Y luego viene la joya de la corona: la reforma al Poder Judicial. Según la narrativa oficial, ese último bastión “neoliberal” será finalmente tomado por el pueblo. Es decir, se busca que los jueces sean elegidos por voto popular, como si la justicia fuera un concurso de popularidad. Una democracia funcional necesita jueces independientes, no electoreros. Pero claro, como el plan es controlarlo todo, este pequeño detalle técnico les parece irrelevante. Total, si ya se apropiaron del Congreso, los medios públicos, la CNDH, ¿por qué no también los tribunales?
Eso sí, los números se lanzan con entusiasmo: que subieron los salarios, que millones salieron de la pobreza, que llovió riqueza. Y uno se pregunta: ¿en serio? Porque al mismo tiempo aumentó la informalidad, se disparó la violencia, creció la militarización y se debilitó el sistema de salud. Pero bueno, mientras el Banco Mundial diga que mejoramos, ¿quién necesita medicinas?
Lo más curioso es que esta celebración de la “muerte” de la República neoliberal suena peligrosamente parecida a un velorio de la democracia.
Porque si en nombre del pueblo se justifica eliminar contrapesos, debilitar instituciones, callar a la prensa crítica y someter a los jueces, entonces no estamos en una transformación: estamos en un retroceso maquillado con discursos heroicos.
La República, con todo y sus fallas, sigue viva. Pero no gracias a quienes la desprecian mientras gobiernan desde sus instituciones. Y si algo la pone en peligro, no es el neoliberalismo ya superado, sino el autoritarismo disfrazado de justicia social.
Así que no, no está lloviendo riqueza. Está lloviendo propaganda. Y como siempre, la verdadera democracia no se mide por cuántos aplauden, sino por cuántos pueden disentir sin miedo.
